26 noviembre 2013

Esto es entre Pedro y yo: una pequeña historia de amor

Pudo haber sido cualquier año pero fue uno específico… el año en el que Pedro cumplía siete años y por primera vez se preparaba para ver a Luis en vivo.

Se sabía todas las canciones del disco que le ponía su mamá desde que estaba escondido entre líquidos sabrosos y unas esponjitas que parecían salir de todos lados. Cada vuelta que daba en ese universo translúcido estaba acompañado de un constante «bum, bum, bum» que tendía a acelerarse un poco cuando salía una voz desde arriba y volvía a su ritmo normal cuando el último suspiro indicaba que ya era suficiente por hoy.

Cuando salió afuera y estaba más seco que de costumbre, reconoció las mismas melodías y conoció a la persona más bella del mundo, la mamá que le había tocado…. y le gustó.

Mamá Carolina bailaba con él, cantaba ceremoniosamente con letras inventadas, invocando la magia de enfriar el agua y hacer mucha espuma, de hacer desaparecer toda el agua levantando el barquito que siempre había estado ahí, cosas verdaderamente increíbles que solo la mamá podía hacer.

Y comenzó el misterio de la apropiación. Las melodías parecían haber estado siempre ahí y ya era una experiencia compartida. Aunque no podía entonar, sabía perfectamente cuando la cosa iba por buen camino o cuando la emoción le jugaba una mala pasada a los circuitos cerebrales que intentaban seguir instrucciones de algún centro remoto de control.

Un día mamá Carolina partió para siempre y Pedro quedó con su papá, que también se sabía las canciones, por lo que tuvo un problema menos. Los grandes ojos negros heredados de mamá se apagaban un poco con los rizos brillantes de la rama paterna, consiguiendo una coreografía automática con el avance de los tracks de los discos de siempre.

El día que fueron a ver a Luis, Pedro eligió un par de buzos rojos cómodos, por si se podía bailar y se sentó en primera fila. Puso primero a prueba sus pies y lograron seguir el ritmo sin saltar al escenario, lo estaba haciendo muy bien. Luego llegó una segunda y una tercera canción que no conocía, pero que en el fondo le resultaban familiares. Aquietó los pies y se dispuso a escuchar por si habían noticias…. siempre se enteraba de cosas que le pasaba a la gente cuando llegaban canciones nuevas.

Unas señoras que estaban cerca no pensaron lo mismo, se incomodaron con lo desconocido y comenzaron a gritarle cosas a Luis. El flaco, con mucha parsimonia se puso sus crespos tras la oreja derecha y con una voz dulce dijo: «Lo siento, mis músicos y yo llevamos ensayando este concierto varias semanas, queremos tocarles lo que hemos hecho para ustedes. Lo pasado pasó, reciban estas canciones con el corazón abierto».

Pedro miró a su papá a los ojos y le hizo un guiño. Se paró del asiento y con todo el aire de sus pulmones disponible gritó: «¡¡LUIS, LA MONTAÑA!!» Se hizo un gran silencio. Luis se bajó un poco los lentes, reconoció el buzo rojo de Pedro, realizó la típica cuenta y todos su músicos supieron que hacer. Luis se puso a cantar y luego de:

“… trepen a los techos, ya llega la aurora. Trepen a los techos, ya llega la aurora…» 

Pedro ya no tenía aire en sus pulmones, no le había quedado ni un átomo de oxígeno, pero con los acordes finales inspiró fuerte y se quedó inmóvil. Luis se dirigió al público, pidió disculpas y dijo: «Esto es personal entre Pedro y yo»

Todavía no puedo dejar de llorar y agradecer esta historia de amor entre la música de Luis Alberto Spinetta y Pedro, el hijo de Carola Fadic y Gabriel del Carril, quien durante años fuera el iluminador de escenario de los principales grupos de rock argentinos.

¡Cuánto puede hacer la música por nosotros! gracias Gabriel, gracias Flaco.

Alicia Pedroso

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