19 diciembre 2013

Navidades misteriosas: el tiempo del perdón

En Cuba no hubo navidad autorizada hasta 1998… claro… se celebraron durante más de 500 años y en 1969, dos años después que yo nací, se prohibió por decreto gubernamental. Yo habría tenido el mismo escenario doméstico para esas fechas, que consistía básicamente en conversaciones entre adultos de algo que se hacía y se dejó de hacer, con algún que otro cuento sobre el turrón de Jijona y el de Alicante, en discusiones obvias sobre cuál era mejor, a no ser por un detalle… Mi mamá no era cubana.

Mi papá había recibido una beca para estudiar en la entonces Checoslovaquia, partió en 1961 y para 1967 ya había convencido a mi madre sobre las ventajas de vivir en una isla comiendo mangos, piñas con las patitas en el agua tibia de Varadero… Cómo le iban a decir que no.

Llegó Katarina en un barco luego de 45 días de travesía por el Mediterráneo y el Atlántico a la famosa isla, en agosto. Luego de cortarse el pelo porque no sabía que era posible que el ser humano pudiera resistir esas temperaturas, supo que el idioma era algo que no podría evitar.

Llegué al mundo a finales de noviembre de ese año y según el curso de la historia, todavía se celebraban las navidades, tal cual se llevaban haciendo en Europa por más de mil años, pero yo no me acuerdo.

No debí haber tenido más de tres o cuatro años cuando me di cuenta que en la casa se escondían cosas que sólo se sacaban en un momento determinado del año, en el que había que ponerse calcetines largos y mamá sacaba de las maletas unos pijamas preciosos de una tela suavecita y medio peluda. Había frío en enero, porque los regalos se entregaban en enero.

Cada mes de diciembre aparecía mi mamá con una rama de pino que dejaba un aroma a chocolate en el ambiente. Mis tíos enviaban religiosamente todos los años en algún momento (que podía ser marzo o noviembre incluso) cajas de monitos de chocolate que eran colocadas cuidadosamente al fondo de las cajones del refrigerados y era pecado mortal pellizcarlas siquiera.

Me acuerdo como si fuera hoy que cuando nadie me veía, abría el refrigerador, sacaba la caja y la olía… hasta ahora, asocio el olor a pino con el del chocolate, aunque no haya chocolate o no haya pino, el chocolate me arrastra el olor a pino y viceversa.

Un día mi abuela nos juntó a los tres hermanos y nos dijo muy seria que no podíamos decir en la escuela que teníamos un árbol de navidad en la casa. Y fue complejo porque les contaba siempre a mis amiguitos del colegio las cosas que inventaba mi mamá para poner en vez de los típicos adornos que se habían roto con el tiempo (dejaban a la vista amenazadores bordes que podían hacer las veces de bisturí).

Para una de las navidades mi mamá llegó muy triste diciendo que no había podido conseguir una rama de pino, que no podría hacer navidad, pero como siempre, al otro día ya tenía solucionado el problema. Había hecho un cono con papel verde y había fabricado campanitas de distintos colores poniendo una perla miniatura como badajo. Era una belleza, debo haber tenido unos 10 años y sentía que tenía a la mejor mamá del mundo. Como siempre, alrededor del árbol, regalos guardados durante todo el año o hechos durante las noches cercanas a la fecha.

Si de algo voy a arrepentirme toda mi vida y aprovecho este espacio para arrodillarme ante la imagen de mi madre, es por el desaire que le hice unos cinco años después del evento del cono y las campanitas. Desenvolví mi regalo y había adentro un chaleco sin mangas primorosamente ensamblado por tiras tejidas a crochet y flecos en los bordes inferiores. Me acuerdo que era de paño verde tejido en blanco mostaza y rojo fuerte. Le dije: «Yo no me voy a poner eso»…

Perdóname mamá.

Alicia Pedroso

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