14 enero 2015

Grandes mujeres de la historia: Teresa Wilms Montt, la poetisa rebelde

Pocas veces se escribe una historia trágica, pero con aires de rebeldía, poesía y amor, como la historia de Teresa Wilms Montt, quien pasó de ser una chica aristócrata de principios del siglo XX a una artista revolucionaria para su época.

Teresa nació el 8 de diciembre de 1893 en Viña del Mar, en el seno de una acomodada familia aristócrata chilena.

A los 17 años se casó con quien quiso y contra su familia, se fue a vivir al norte. Específicamente a Iquique, en pleno apogeo de las salitreras. Allí formó su conciencia social gracias a su cercanía con las mujeres feministas y los sindicalistas de la zona.

Luego de una tortuosa separación, debido a que fue sorprendida con un pariente de su marido, fue sentenciada a enclaustrarse en un convento. Gracias a la ayuda de su amigo, Vicente Huidobro, de quien se decía la pretendía, logró escapar a Buenos Aires, lugar donde amplió su círculo de amistades a uno cosmopolita y de gran impacto en la vida cultural trasandina. Allí escribió Inquietudes Sentimentales y Los Tres Cantos.

Una vida de cambios

Luego de un traumático hecho, en que uno de sus pretendientes se suicida frente a ella, decide partir a Inglaterra, como enfermera para la Primera Guerra Mundial, ahí es confundida con una espía alemana por lo que es detenida.

Pudiendo salir del eje de la guerra, se marcha a España donde conoció a importantes autores como Gómez de la Serna, Gómez Carrillo y, principalmente, Ramón Valle-Inclán, gracias a quienes pudo extender su obra literaria publicando En la Quietud del Mármol y Mi Destino es errar.

Luego de que una de sus hijas la visitara en París, lugar donde se radicó, Teresa cayó en una profunda depresión al tener que volver a separarse de sus niñas. Decidió lo peor y termina suicidándose por una sobredosis a los 28 años.

Belzebuth (Madrid. 1919)

Mi alma, celeste columna de humo, se eleva hacia
la bóveda azul.
Levantados en imploración mis brazos, forman la puerta
de alabastro de un templo.
Mis ojos extáticos, fijos en el misterio, son dos lámparas
de zafiro en cuyo fondo arde el amor divino.
Una sombra pasa eclipsando mi oración, es una sombra
de oro empenachado de llamas alocadas.
Sombra hermosa que sonríe oblicua, acariciando los sedosos
bucles de larga cabellera luminosa.
Es una sombra que mira con un mirar de abismo,
en cuyo borde se abren flores rojas de pecado.
Se llama Belzebuth, me lo ha susurrado en la cavidad
de la oreja, produciéndome calor y frío.
Se han helado mis labios.
Mi corazón se ha vuelto rojo de rubí y un ardor de fragua
me quema el pecho.
Belzebuth. Ha pasado Belzebuth, desviando mi oración
azul hacia la negrura aterciopelada de su alma rebelde.
Los pilares de mis brazos se han vuelto humanos, pierden
su forma vertical, extendiéndose con temblores de pasión.
Las lámparas de mis ojos destellan fulgores verdes encendidos
de amor, culpables y queriendo ofrecerse a Dios; siguen
ansiosos la sombra de oro envuelta en el torbellino refulgente
de fuego eterno.
Belzebuth, arcángel del mal, por qué turbar el alma
que se torna a Dios, el alma que había olvidado las fantásticas
bellezas del pecado original.
Belzebuth, mi novio, mi perdición…

 

Carmen Gloria De la Rosa

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